El elefante intervino:
- No hay nadie tan grande como yo. Mira qué trompa tengo, por no hablar de mis orejas. Si eres sabio, me llevarás contigo.
¿Qué importa el tamaño?- replicó el zorro-. Mi inteligencia es superior a la vuestra.
Pero ninguno de vosotros es capaz de trepar a los árboles- dijo el mono.
¡Que te has creído tú eso! –protestó la ardilla- ¿y yo qué?.
La fila de animales era cada vez más larga. Todos discutían porque querían subir al arca.
Yo soy tan fiero como el león y mucho más guapo – dijo el tigre.
Y la oveja, que parecía medio dormida, baló:
Vosotros no hacéis nada útil. Yo sí que soy importante: le doy al hombre leche y lana.
- Pero sin mí no habría miel –dijo la abeja.
La jirafa, que mordisqueaba distraídamente la copa de un árbol, habló desde lejos:
¡Bah! Comparados conmigo, sois unos bichos insignificantes y enanos.
Y todos los animales seguían hablando sin parar.
Noé se fijó en un animal que estaba sola en una rama y que no decía nada: la paloma.
Y tú paloma, ¿por qué estás tan callada? ¿No tienes nada de lo que presumir?- le preguntó.
La paloma se ruborizó porque era muy tímida y respondió en voz baja:
- Es que… bueno, yo no soy ni mejor ni peor que el resto de los animales. Cada uno de nosotros tiene algo que los demás no tienen.
Noé se quedó asombrado de su sabiduría.
Tienes razón- dijo-. Llevaré en el arca criaturas de todas las especies. ¡Subid todos a bordo!
Los animales se pusieron muy contentos, olvidaron sus disputas y subieron al arca.
Al cabo de un tiempo, comenzó a llover… Y llovió y llovió durante cuarenta días y cuarenta noches. La Tierra se inundó y sólo se salvaron las criaturas que Noé había recogido.
Tras la última noche de lluvia, Noé envió a la paloma a tierra en busca de noticias. Poco después, la paloma regresó con una rama de olivo en el pico. ¡Era la señal esperada: las aguas habían bajado y los árboles quedaban al descubierto!
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