Un día, la tribu de los Vuriloche se vio afectada por una grave epidemia y Quintral enfermó. En medio del delirio, el joven sólo repetía una palabra:
- ¡Amancay, Amancay!
El gran jefe, preocupado por el grave estado de su hijo, hizo llamar a la joven con la esperanza de que su presencia le aliviara en algo. Pero Amancay ya no estaba en la aldea. Tratando de hallar el remedio que salvara a su amado, la muchacha había acudido a la vieja hechicera.
- Solo una infusión de una flor cortada en la cumbre más alta de los Andes puede terminar con su mal- le dijo la anciana.
Sin pensarlo, Amancay trepó a la cima de la montaña donde se hallaba la hermosa flor solitaria. Justo cuando iba a arrancarla, la sombra del cóndor, guardián de las cumbres, la detuvo.
- Nadie puede robar la flor de mis montañas- dijo amenazante el ave.
Entre sollozos, la joven insistió tanto que el cóndor al fin propuso un trato:
- Yo mismo llevaré la flor a tu amado si me entregas tu corazón.
Amancay aceptó y el cóndor voló majestuoso con la flor hasta el valle donde vivía Quintral, quien sanó gracias a ella.
Durante el vuelo, pequeñas lágrimas rojas brotaron de los pétalos de la flor y fueron cayendo por el camino. Y de cada lágrima nació una nueva flor.
Desde entonces, esas hermosas flores reciben el nombre de Amancay y son el símbolo del amor: quien regala una flor de Amancay entrega con ella su corazón.
Y cada vez que el cóndor alza su vuelo siempre se oye un lamento, el lamento de Quintral por la pérdida de su amada. Escucha... escucha al viento...
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